miércoles, 19 de enero de 2011

No fue un crímen pasional

Carlos esperaba en una esquina, observando inquieto. A su alrededor yacía un coro de cigarrillos muertos, a medio fumar sobre la acera. La calle ardía con el sol del mediodía, y la poca gente que tropezaba con el chico no le miraba muy bien. Solían decir que era demasiado joven para fumar.
Finalmente tomó una decisión, aferró su mano derecha al bolsillo y echó a andar. Cruzó atento el desierto paso de peatones, como quien un frágil puente sobre un barranco, para entrar en su barrio. Vigilaba como un gato a todo el que se le cruzara, especialmente a todo lo que pareciera un policía, porque su padre era policía, y a esa hora debería estar en clase.
Se aflojó un poco el pañuelo enrollado en su cuello y volvió a dudar. Estaba en su propio barrio, en su propia infancia; donde seguro le reconocerían, donde todos se preguntarían “¿Qué hace aquí Carlitos, a estas horas y con ese pañuelo tan caluroso?”. Pensarlo le ponía de los nervios. Aceleró la marcha, atento a los transeúntes; giró un par de esquinas y sacó su paquete de cigarros del bolsillo… sólo quedaban dos. Esto le hizo reafirmarse en su decisión.
Sentía palpitaciones en las sienes. Sabía lo que le iba a pasar y lo temía. Temía su propio cuerpo. Al girar la esquina llegó a la pequeña tienda de ultramarinos del moro Abdul, que hacía las veces de frutería, verdulería, kiosco y supermercado, y donde tantas golosinas había comprado, en su ya vieja infancia. Abdul, ya canoso, anotaba cosas en un libro de cuentas al otro lado del mostrador; en la tienda no parecía haber nadie más.
Carlos estaba convencido de que no hacía daño a nadie. Se subió el pañuelo para taparse la cara, entró en la tienda, sacó de su bolsillo derecho una de las pistolas de su padre y apuntó al moro Abdul, exigiéndole, agravando la voz, todo el dinero de la caja.
Pero él no contaba con la reacción del propietario, siempre sereno, siempre afable en su memoria. Abdul reaccionó con gran pánico al ver la pistola tan cerca de sí, y gritó, pataleó, lloró, suplicó. Parecía que se fuera a echar sobre el chico, que exigía una y otra vez el dinero. En un momento se acercó demasiado, y al pobre Carlos se le escapó el gatillo. Con un estruendo, el cuerpo sin vida del tendero se estrelló contra una vitrina detrás del mostrador.
El miedo y el asco invadieron al chico, que a punto estuvo de salir corriendo. Sin embargo, las palpitaciones en las sienes eran fuertes, y el deseo, incontenible. Cogió todos los billetes de diez y veinte euros que había en la caja registradora y salió huyendo, en busca de la sustancia que le pedía el cuerpo.

4 comentarios:

  1. Guau, me ha dejado con la intriga, ¿Qué será ahora de ese chico?
    Me gusta mucho la forma que tienes de expresarte Javi.

    beso!

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  4. Me gusta esta historia, me gusta tu inventiva.
    Ya sabes, me quedo.
    Abrazo.

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